Capítulo 7
El día que le dieron el alta, Sonia regresó sola a la mansión.
Al abrir la puerta, vio a Diego besando apasionadamente a Irene contra la pared.
Al verla, Irene, sonrojada, apartó a Diego: —Sonia está aquí, no sigas.
Pero Diego, tranquilo, la rodeó por la cintura: —Somos pareja, es normal que nos besemos.
Alzó la vista hacia Sonia, que estaba en la entrada, con una mirada fría: —De hecho, mejor que lo vea.
Su voz era fría y cada palabra, nítida: —Así sabrá a quién amo y entenderá que lo único que siento por ella es cariño fraternal, nunca amor.
Aquellas palabras atravesaron el corazón de Sonia como un cuchillo.
Recordó la vida pasada: incluso cuando ella drogó a Diego, en su confusión él solo llamó a Irene. Tras la boda, nunca la tocó, ni siquiera fue capaz de abrazarla una sola vez.
Había sido tan ingenua al pensar que el tiempo podría derretir su corazón.
Ahora por fin entendía que lo forzado nunca florece.
Subió las escaleras en silencio. Su teléfono vibró, era un mensaje de Bruno: [Sonia, ya nos aprobaron los visados. Mañana partimos. ¿Tienes todo listo?]
Acababa de contestar cuando la puerta de su habitación se abrió de golpe.
Irene entró sin ningún miramiento y empezó a revolver entre sus cosas.
—¡No toques mis cosas! —Protestó Sonia, acercándose.
Irene se burló: —Pronto me casaré con Diego, esta será mi casa. ¿Qué derecho tienes a decirme nada?
De repente, encontró una botella entre sus cosas y sus ojos brillaron: —¿Afrodisíaco? ¡Sabía que seguías tramando algo!
El rostro de Sonia se descompuso.
En la vida anterior, sí había tenido esa intención y por eso compró la medicina, pero al volver a vivir, olvidó deshacerse de ella.
—¡Dámela! —Intentó arrebatársela, pero Irene la empujó al suelo.
Irene salió corriendo escaleras abajo y, exagerando, le dijo a Diego: —¡Mira lo que tenía! Si no lo llego a descubrir, ¿quién sabe qué habría hecho?
Diego observó la botella, su mirada se volvió gélida.
La voz le salió tan grave como una amenaza: —¿Para qué compraste esto, Sonia?
Ella abrió la boca, pero no consiguió decir nada.
¿Cómo iba a explicarse? ¿Decir que en la otra vida sí pensó en hacerlo? ¿Que en esta simplemente se olvidó de deshacerse del frasco?
Nadie creería una historia de reencarnaciones.
Su silencio hizo que los ojos de Diego se helaran del todo.
—¡Paf!
Una bofetada resonó en la habitación.
La cabeza de Sonia se giró; el rostro le ardía.
Era la primera vez que Diego le ponía la mano encima.
Mordió con fuerza sus labios, conteniendo las lágrimas.
Irene se acurrucó en los brazos de Diego, fingiendo estar asustada: —Menos mal que me di cuenta a tiempo. ¿Y si hubiera hecho algo? Está claro que no te olvida. ¿Vas a seguir permitiendo que se quede aquí?
El rostro de Diego estaba tan sombrío como nunca.
Ordenó con voz fría: —Mayordomo, llévela a la casa de las afueras. Hasta nuevo aviso, no puede volver aquí.
Sonia permaneció en silencio, sin defenderse ni suplicar.
Esa noche, recogió todas sus cosas en silencio.
Antes de marcharse, echó un último vistazo a la casa donde había vivido más de diez años.
Diego la observaba desde la ventana del segundo piso, sin ni siquiera un gesto para retenerla.
Al día siguiente, de madrugada, Sonia acudió al Registro Civil.
Entregó la documentación y, con voz serena, dijo: —Quiero cambiarme el apellido a Pérez e inscribirme en el libro de familia de Diego como su hija.
Siete años atrás, Diego insistió en adoptarla legalmente, en cambiarle el apellido y escribirla en el registro como hija.
Pero entonces, por querer quedarse a su lado algún día, Sonia se negó con todas sus fuerzas.
Ahora, era ella quien cortaba para siempre cualquier posibilidad entre los dos.
Al salir, el sol le cegó y la hizo entrecerrar los ojos. La nueva identificación le quemaba en la palma de la mano: [Sonia Pérez].
Fue a la mansión una última vez.
A lo lejos, vio a Diego en el jardín, acompañando a Irene mientras pintaba.
Él estaba de pie tras ella, una mano en el caballete y la otra en su hombro, diciéndole algo que hacía reír a Irene.
El sol caía sobre ellos, una estampa tan perfecta que dolía mirarla.
Sonia, oculta tras el árbol, se quedó mirando durante mucho tiempo.
Finalmente, no entró. Entregó la notificación de cambio de nombre al mayordomo.
Le habló en voz muy baja: —Por favor, dígale a Diego que, a partir de hoy, solo soy su hija adoptiva.
—No volveré a quererle, ni a molestarle nunca más.
Cuando se marchó, escuchó al mayordomo llamarla a sus espaldas: —¡Señorita Sonia!
Pero no se giró; subió a un taxi y se fue, decidida.
—Al aeropuerto, por favor.