Capítulo 4
Sonia alzó la mirada hacia Diego. Las lágrimas nublaban su vista, pero no lograban ocultar el desprecio en los ojos de él.
Con la voz entrecortada, murmuró: —Ha sido culpa de Irene, ella mató a Pelusa.
Irene rompió a llorar y se refugió en los brazos de Diego: —¡El gato me arañó! Solo quise encerrarlo y él saltó solo. Sonia me culpó y me pegó.
La mirada de Diego se volvió aún más fría.
Su voz fue fría: —¿Un gato araña a alguien y en vez de controlarlo te atreves a pegar? ¡Tres días sin comer para que lo pienses!
Dicho esto, rodeó a Irene con el brazo y se marchó sin mirar siquiera a Sonia.
Desde el comedor se oían ruidos de cubiertos y platos.
Sonia se quedó de pie ante la puerta, y a través de la rendija vio a Diego pelando gambas para Irene.
Sujetaba la cola de la gamba con los dedos y, con un giro preciso, retiraba la cáscara de una sola pieza.
Justo igual que la primera vez que le enseñó a ella a comer gambas, con esa misma paciencia.
En el recuerdo, él le sonreía mientras dejaba la gamba pelada en su cuenco: —Prueba, cuando quieras comer más, siempre te las pelaré yo.
Pero ahora, las gambas peladas iban al plato de Irene.
De pronto, comenzó a llover fuera.
Sonia, bajo la lluvia, cavó una pequeña tumba en el jardín y depositó allí a su gatito.
Entre sollozos, fue cubriéndolo de tierra poco a poco: —Perdóname, no supe protegerte.
Al regresar a la casa, empapada y desolada.
Se encontró con Irene, que le ofreció un cuenco de sopa con fingida amabilidad: —Diego no lo decía en serio, no te va a dejar sin comer. Toma, bebe un poco.
—No quiero. —Sonia la evitó.
—Venga, solo un poco.
Irene le forzó el cuenco entre las manos, pero de repente lo soltó en medio del forcejeo.
—¡Ay!
La sopa hirviendo se volcó sobre el brazo de Sonia, quemándole la piel al instante.
Irene, en cambio, se llevó las manos a la suya y gritó: —¡Me quema! Diego, ¡me he quemado la mano!
Diego acudió de inmediato y, al ver la quemadura en el brazo de Sonia, sus pupilas se contrajeron.
Instintivamente, dio un paso hacia ella.
Pero Irene, con lágrimas en los ojos, le mostró el dorso enrojecido de su mano: —Me duele mucho.
Diego se detuvo.
Miró el rostro pálido de Sonia, luego la expresión de Irene, tan herida, y su ceño se frunció aún más.
Sonia se quedó quieta, el ardor de la quemadura era intenso, pero no tanto como el dolor en su pecho.
Miró a Diego, viendo la duda y la lucha reflejadas en sus ojos, y sintió que su corazón se hundía aún más.
Al final, Diego se agachó, tomó a Irene en brazos y murmuró: —No te preocupes, te llevo al hospital.
Se marchó sin volver la vista hacia Sonia
Las lágrimas, por fin, desbordaron los ojos de Sonia. Temblorosa, vio cómo sus siluetas se alejaban.
Sonia regresó sola a su habitación. El ardor en el brazo no remitía.
Mordiéndose los labios, se aplicó el medicamento con manos temblorosas; las lágrimas caían sobre la herida, sin sollozar.
Cuando terminó, comenzó a preparar la maleta.
Cada objeto que guardaba traía consigo un recuerdo.
Ese álbum de fotos era del día que Diego la llevó al parque de atracciones. Esa bufanda, un regalo que él le compró en uno de sus viajes de trabajo. Ese marcapáginas, hecho a mano por él mismo...
El mayordomo entró, y al ver la escena, intentó convencerla: —El señor Diego solo está enfadado, no se lo tenga en cuenta.
Sonia negó suavemente con la cabeza: —No es eso.
—Me voy.
En la puerta, una voz helada.
Diego, sin que ella lo notara, la observaba con la mirada afilada: —¿A dónde piensas ir?