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Capítulo 3

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando una voz grave y gélida resonó sobre su cabeza. —¿Reconoces tu error? Sonia abrió los ojos con dificultad y vio a Diego delante de ella, mirándola desde arriba. Tenía el cuerpo helado, la garganta inflamada, le costaba incluso respirar. Pero solo asintió levemente: —Sí, reconozco mi error. Diego frunció el ceño, sorprendido ante su docilidad. Le dio un antihistamínico y luego la sacó en brazos, llevándola de vuelta a casa. En la mansión, Irene ya se había mudado. Al verlos regresar, se acercó y, agarrando el brazo de Diego, le pidió con voz mimosa: —Me gusta la habitación de Sonia, tiene mucha luz y buenas vistas. ¿Puedo quedarme con ella? Diego miró a Sonia, guardó silencio unos segundos y finalmente asintió: —Está bien. Pensó que Sonia armaría una escena, que le reprocharía con lágrimas en los ojos como antes. Pero Sonia simplemente se dio la vuelta en silencio y empezó a recoger sus cosas. Irene la siguió, señalando con desdén las cortinas y la alfombra elegidas por Sonia: —Todo esto hay que cambiarlo, es muy infantil, no pega nada con el estilo de Diego y mío. Sonia no dijo nada, dejando que Irene ordenara a los criados tirar todas sus pertenencias una por una. Diego se quedó en la puerta, observando la calma de Sonia, y frunció levemente el ceño: —Parece que has madurado. Ella bajó la cabeza y esbozó una leve sonrisa. No era que hubiese madurado, sino que ya había decidido marcharse. Ese lugar ya no sería su hogar. Contempló en silencio cómo vaciaban la habitación, como si con ello se borraran también todos los recuerdos de aquellos años. Finalmente, contactó con la tienda de animales para buscarle un nuevo hogar al gato que había criado durante años. Pero antes de marcar el número, escuchó un grito agudo de Irene proveniente del piso de arriba. —¡Maldito gato! ¿Te atreves a arañarme? Sonia sintió un vuelco en el corazón y subió corriendo. Al llegar, vio a Irene sosteniendo al gato, colgándolo fuera del balcón. —¡Suéltalo! —Corrió para intentar arrebatárselo, pero Irene la apartó de un empujón. Irene sonrió: —¡Me ha arañado la mano! La próxima vez, igual muerde a alguien. Mejor deshacerse de él. Al terminar de hablar, soltó al gato. —¡No! Sonia se lanzó hacia la barandilla, pero solo pudo ver cómo el gato se estrellaba contra el suelo, tiñendo el pavimento de sangre. Todo su cuerpo temblaba, las lágrimas brotaron de inmediato. —Pelusa... Cuando era pequeña y no podía dormir por miedo a la oscuridad, Diego le regaló ese gato. Puso el pequeño animal entre sus brazos: —Que te haga compañía, así no tendrás miedo. El gatito maulló y se restregó contra sus dedos. Pensó que la acompañaría muchos años, hasta morir de viejo. Pero ahora yacía frío en sus brazos, sin vida. Detrás de ella sonaron unos tacones. Irene la miró con desprecio y sonrió: —Solo es un gato. Tú y él son igual de prescindibles. Si no te vas, te pasará lo mismo. Sonia no entendía por qué Irene seguía ensañándose con ella, si ya había renunciado voluntariamente a Diego. Apretando los dientes, abrazó al gato con fuerza. Irene se inclinó, sus labios rojos rozando su oído: —Tu padre también murió joven, no podía esperar más para deshacerse de una desgraciada como tú... —¡Paf! Una sonora bofetada. Irene, con la mano en la mejilla, retrocedió tambaleándose y la miró incrédula. La mano de Sonia seguía temblando, pero su voz era fría como el hielo: —Atrévete a mencionar a mis padres otra vez. —¡Sonia! La voz de Diego retumbó detrás de ella, cargada de furia. Se acercó a grandes pasos, le agarró la muñeca con tal fuerza que casi se la rompía: —¿Estás loca?

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