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Capítulo 5

Sonia no esperaba que Diego regresara. Se quedó quieta, contemplando sus rasgos fríos y severos, sintiendo cómo una mano invisible le apretaba el corazón. La voz grave de Diego resonó: —He sido demasiado indulgente contigo todos estos años, por eso te has vuelto tan rebelde. ¿Ahora hasta amenazas con irte de casa? Los dedos de Sonia temblaron levemente. Respondió apenas audible: —No te amenazo. Ahora que tienes a alguien y pronto te casarás, ya no tiene sentido que siga aquí. Diego frunció el ceño y la miró durante un buen rato, sorprendido de oírle decir eso. Su tono fue cortante: —Si no hubieras montado tanto escándalo en su momento, nadie habría hablado de nosotros. A Sonia se le llenaron los ojos de lágrimas. Sabía que él jamás superaría aquella confesión pública. Le confesó su amor cincuenta y seis veces, y eso destruyó para siempre su relación. Bajó la cabeza, su voz apenas era un susurro: —Lo siento. Tranquilo, no volveré a interponerme entre tú e Irene. El ceño de Diego se frunció aún más. Sonia estaba demasiado distinta hoy. Iba a preguntarle algo, pero su teléfono vibró de pronto. Era un mensaje de Irene. [Me duele mucho la herida, ¿puedes venir conmigo?] Diego leyó el mensaje, y finalmente sacó una pomada del bolsillo y se la lanzó a Sonia. —Póntela tú sola. Que no te quede marca. Dicho esto, se marchó sin la menor vacilación. Sonia permaneció en el mismo sitio, viendo cómo su figura desaparecía al final del pasillo. Durante un buen rato, se agachó lentamente para recoger la pomada. Pero esta vez, no llegó a abrir el frasco. Volvió a la habitación, sacó de la maleta los objetos que una vez había atesorado: el reloj, la bufanda y el marcapáginas que él le había regalado, y la única foto juntos. Entonces encendió el mechero. —Diego... Mientras veía cómo el fuego devoraba aquellos recuerdos, susurró: —Adiós. En los días siguientes, Sonia se dedicó a tramitar el visado, mientras Diego acompañaba a Irene a Suiza. Cada día, Sonia veía el WhatsApp de Irene. Aparecían abrazados en la playa, besándose al atardecer, juntos en la nieve; Diego la miraba con inusual ternura. Sonia apagaba el teléfono con calma, ya ni siquiera sentía dolor. Hasta que llegó el aniversario de la muerte de sus padres. Cada año, por estas fechas, Diego la acompañaba al cementerio. Solía preparar las ofrendas con antelación, la acompañaba en silencio y, cuando Sonia lloraba, le daba palmaditas en el hombro. Pero este año era distinto. Sonia sabía que, ahora que Diego tenía a Irene, no debía ni podía seguir dependiendo de él. Por la mañana, fue sola a comprar crisantemos blancos y se dirigió al cementerio. El viento otoñal era frío, y las hojas caídas se arremolinaban frente a la lápida. Sonia se agachó y limpió con cuidado la foto de sus padres. Habló en voz baja, como temiendo despertar a los que dormían: —Papá, mamá, este año solo vengo yo a verlos. Dejó los crisantemos, pasando los dedos por la fría lápida: —Me voy al extranjero. Quizá tarde mucho en poder regresar a visitarlos... La emoción la ahogó y se le cortó la voz. Tras una pausa, forzó una leve sonrisa: —Pero voy a estar bien, no se preocupen. De pronto, oyó pasos a su espalda. Al darse la vuelta, vio a Diego bajo un paraguas, con Irene agarrada de su brazo y un gesto forzadamente compungido en el rostro. —¿Ustedes...? —Sonia se puso de pie, apretando inconscientemente el borde de su abrigo. —Irene quería venir a rendir homenaje a tus padres. —Dijo Diego, en un tono neutro, como si fuera lo más natural del mundo. Sonia, al ver la expresión falsa de Irene, recordó sus insultos a sus padres, sintiendo una losa en el pecho. —Aquí no eres bienvenida. —Su voz era fría. Diego frunció el ceño: —Irene es mi novia, pronto será mi esposa. La he traído a que rinda homenaje a tus padres, ¿qué problema hay? Irene, fingiendo emoción, dejó el ramo y murmuró entre sollozos: —Tío, tía, cuidaré bien de Sonia. Sonia apartó la cara, incapaz de soportar aquella farsa. La lluvia empezó a arreciar. Diego se giró y fue al carro a por otro paraguas. En ese instante, la expresión de pena de Irene desapareció, se acercó a Sonia y le susurró con crueldad, sonriendo con malicia: —¿Te duele vernos juntos, verdad? —Tus padres sí que tuvieron suerte de morir a tiempo. Si hubieran visto cómo te arrastras por Diego, seguro se habrían muerto del disgusto otra vez.

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