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Capítulo 2

Bruno, al darse cuenta, soltó la mano de Sonia y retrocedió. —Perdón, yo solo... Antes de que pudiera terminar la frase, Diego ya se había acercado. Su voz era fría como el hielo, y su mirada recorrió a Bruno: —Ella necesita descansar. Por favor, sal. Bruno abrió la boca, pero, bajo la presión de la mirada de Diego, terminó marchándose. Cuando se cerró la puerta, Irene tiró de la manga de Diego y le dijo con dulzura: —Sonia es joven, es normal que se equivoque. Ya la he perdonado, no te enfades. Solo entonces la expresión tensa de Diego se suavizó un poco. Sonia, al ver cómo Diego escuchaba obedientemente a Irene, sintió que una mano invisible le apretaba el corazón. Irene sacó una taza de sopa del termo y, con dulzura, se la ofreció: —Sonia, ¿quieres probar la sopa que he preparado? Sonia miró la sopa blanca, temblando ligeramente. Era alérgica al pescado; de pequeña, casi había perdido la vida por ello. —Yo... Iba a rechazarla, pero los ojos de Irene ya se habían llenado de lágrimas. —¿Aún me guardas rencor? —Preguntó Irene, con la voz entrecortada, como si estuviera terriblemente herida. Diego, al verla, frunció el ceño: —Irene se preocupa por ti y ha dejado el pasado atrás. ¿Vas a responderle así? A Sonia se le hizo un nudo en la garganta. Diego siempre había sabido de su alergia al pescado; por eso en casa no se había cocinado pescado en más de diez años. Pero ahora, por no herir a Irene, estaba dispuesto a ignorar la salud de Sonia. Bien, si eso era lo que él quería, así sería. Bajó la mirada y se bebió la sopa. El sabor era suave, pero a Sonia le supo amargo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Al verla terminar, Diego relajó el gesto y salió al pasillo a atender una llamada. En cuanto se fue, la dulzura de Irene desapareció de su rostro. Esbozó una sonrisa fría: —Sonia, ¿por qué te haces la víctima? Diego solo te cuida por lo que fuiste en el pasado. No seas insensata. La garganta de Sonia empezó a picar, la piel se le llenó de ronchas y la respiración se volvió dificultosa. Intentó pulsar el timbre para llamar al médico, pero Irene le sujetó la muñeca. En voz baja, Irene advirtió: —Será mejor que te vayas pronto y dejes de entrometerte en nuestra felicidad. Sonia quiso apartarla, pero la reacción alérgica la dejó sin fuerzas. En ese momento, Diego entró de nuevo y justo la vio empujando a Irene. Irene retrocedió tambaleándose, con los ojos llenos de lágrimas en un instante. Diego se acercó a grandes pasos, la sostuvo y miró a Sonia con frialdad: —¿Intentas hacerle daño otra vez aprovechando que no estoy? Sonia, con dificultad para respirar, murmuró: —No, soy alérgica, quería llamar al médico, ha sido sin querer... Pero Diego no le creyó: —¡Lo haces a propósito! ¡No tienes remedio! Sonia intentó explicarse, pero la garganta hinchada le impedía hablar. Diego, viendo su sufrimiento, no solo no pidió ayuda médica, sino que ordenó con voz fría: —Llévenla al almacén frigorífico. Cuando pida perdón, la dejarán salir. Los ojos de Sonia se abrieron de par en par. El almacén frigorífico... De pequeña, la habían encerrado ahí y casi murió congelada. Desde entonces, le tenía terror al frío. Pero Diego no le dio oportunidad de explicarse. Llamó a los guardias, que la arrastraron fuera. La temperatura del almacén era gélida y cortante. Sonia se acurrucó en una esquina, temblando sin control. Las ronchas se extendieron hasta el cuello y la garganta se le cerraba, impidiéndole respirar. Se arañaba el cuello con desesperación, intentando vomitar la sopa, pero solo podía tener arcadas. Sentía un frío y un dolor insoportables. En medio de la confusión, volvió mentalmente a su infancia. Aquel año tuvo fiebre alta y Diego se quedó a su lado toda la noche, cambiándole las toallas. Medio delirando, Sonia le sujetó la mano y suplicó: —No te vayas... Diego, inusualmente tierno, le susurró: —No me iré, duerme tranquila. Después, cuando aprendía piano y se le llenaban los dedos de ampollas, Diego, con el ceño fruncido, le curaba personalmente. —Si no quieres tocar, no toques. Pero Sonia negaba con la cabeza: —Quiero tocar para ti. Él guardaba silencio un instante antes de revolverle el pelo. En su decimoquinto cumpleaños, Diego alquiló un parque de atracciones solo para ella y la acompañó en el carrusel. Ella reía como una niña y, de pie a su lado, Diego tenía una expresión que ella entonces no comprendía. Le hacía señas para que se subiera también: —¡Ven a jugar conmigo! Él negaba con la cabeza, pero cuando ella saltó del caballito, él la atrapó al vuelo. —Ten cuidado. —Le dijo en voz baja. Entonces, todo su mundo era Diego. Pero ahora... Sonia, acurrucada en el almacén frigorífico, sentía que hasta las lágrimas se le congelaban. Por fin comprendió que toda esa ternura no era amor. Era solo responsabilidad.

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